jueves, 17 de febrero de 2022

Sigo aquí

Sigo aquí, 

aunque parezca

que me he ido. 

miércoles, 27 de febrero de 2019

Candela, Capítulo 1. La Bolsa de Basura

A la señora Blumer le gustaría vivir una vida diferente, co­rriente, llena de días ordinarios. Soñaba con ver la televisión al lado de su marido, plantar amapolas en el jardín junto a su hija Fiona, cenar en un restaurante, quizás comprar un cone­jito como mascota... A su hija le gustaría, seguro.
¡Pobre señora Blumer! No es extraño desear lo que uno no tiene. Tampoco es extraño que le resbalasen dos lágrimas al cerrar una gran bolsa de basura con un nudo; al fin y al cabo, lo que estaba haciendo era una atrocidad.
Ella se puso la bolsa a la espalda y salió de la habitación donde estaba. Caminando por un largo pasillo adornado con una única bombilla que parpadeaba, se topó inesperadamen­te con el hombre para el que trabajaba, cuya voz siempre le producía escalofríos.
—¿Ya está? —preguntó sin mover ni un músculo—. ¿Está segura?
—Sí, doctor Igarashi —respondió la señora Blumer, mi­rando al suelo para disimular sus ojos llorosos—. Han tarda­do un poco más de lo esperado, pero esta mañana ya ha caído el último.
—Bien.
—¿Qué... quiere que haga con la bolsa?
—Usted nada. —El doctor Igarashi sonrió maliciosamente, revelando unos dientes exageradamente rectos y blancos—. Tie­ne que limpiar el estropicio que hay en la sala uno, ¿entendido? Désela a su marido, él se encargará de enterrarla fuera del pueblo.
A la señora Blumer se le iluminaron los ojos. Fuera del pue­blo... Hacía meses que los Blumer solo podían moverse en un radio de tres kilómetros. Iban de casa al trabajo, del trabajo a casa. Limpiaban en el trabajo, lloraban en casa.
—¿Le... le va a quitar la pulsera? —inquirió la señora Blu­mer.
—Solo el tiempo estrictamente necesario, no se preocupe —dijo con voz tranquila—. No creo que sea un peligro. Su mari­do no sería capaz de cometer ninguna imprudencia, ¿o sí?
—No, doctor Igarashi —respondió la señora Blumer, temero­sa—. Mi marido adora a nuestra hija...
—Eso es lo que quería oír. —El doctor Igarashi se hizo a un lado y estiró su mano derecha, dándole paso a la señora Blu­mer—. Ahora dele la bolsa a su marido, que está en la sala dos arreglando una bombilla, y después vaya a la sala uno y deje el suelo inmaculado.
—Sí, doctor Igarashi.
La señora Blumer empezó a caminar y, de pronto, notó contra su espalda un ligero movimiento dentro de la gran bolsa. Tragó saliva y aceleró el paso.
—¡Espere! —gritó el doctor Igarashi.
La señora Blumer se paró en seco, con el corazón desbocado y las manos temblorosas.
«Me ha descubierto —pensó atemorizada—. Es el fin...».
La señora Blumer giró la cabeza lentamente, mientras se es­forzaba por mantener la compostura. 
—Quiero una sopa de pescado para cenar —dijo con énfa­sis—. Con marisco.
—Sí, doctor Igarashi.
No muy lejos de allí, el único e irrepetible Félix Arnreiter dor­mía ajeno al hecho de que ese día su vida iba a cambiar para siempre. Era 21 de agosto del año 2017, y la ciudad de Viena estaba bañada por un sol incandescente y un cielo despejado. Llevaban unas semanas con un calor sofocante, por lo que Félix dormía en calzoncillos y con la ventana bien abierta.
De repente, unos golpes secos en su puerta hicieron que Félix abriese los ojos de inmediato. Medio confundido, se tapó justo a tiempo antes de que su madre, Mónica, irrumpiese en su habitación.
—Félix, venga, levanta, que tenemos prisa —dijo nerviosa, mientras se hacía paso entre la ropa sucia que cubría el suelo—. Tienes esto hecho una porquería, ¡salimos en cuarenta minutos!
—Sí, ya voy —respondió bostezando—. Sal por favor, voy a ducharme, ya voy.
—Estoy en la cocina preparando las cosas, ¿sí? —Mónica se dirigió a la puerta y giró la cabeza hacia su hijo, sonriendo lige­ramente—. Feliz cumpleaños, mi amor.
—Gracias... —dijo desganado.
Félix se levantó, se quitó la ropa y se fue directo al baño, que por suerte estaba dentro de su habitación. Le gustaba pensar que vivía en un apartamento, con su cama, su sofá, su escritorio, su baño... Con una cocina ya sería un estudio acogedor, ideal para un estudiante de diecinueve años como él.
Cuando las primeras gotas de la ducha llegaron a su cara, re­cordó que había llorado la noche anterior.
«Ella no quiere saber nada de mí... —pensaba—. Tengo que superarlo. No quiero estar mal ni un día más... ¿Así se sintió mamá durante años?».
Tras salir de la ducha, se vistió y fue a la cocina, donde su madre colocaba galletas, pasteles y bizcochos en sus cajas co­rrespondientes. Se fijó en que ella se había arreglado más de lo normal y se sorprendió al darse cuenta de que era la primera vez que la veía maquillada tras el divorcio.
Félix sonrió.
La cocina era uno de sus lugares favoritos del piso, pues le recordaba a todas aquellas historias en las que hay una habitación donde están las cosas mal apiladas pero ordenadas a su manera. Le encantaba que su edificio tuviera los techos altos, como en muchas construcciones vienesas, porque así cabía siempre una estantería más, llena de libros de cocina que su madre conver­tía en platos dignos del paladar más exquisito. Mónica, delgada como un palo, con ojos vidriosos y pelo lacio salpicado por las canas, parecía romperse cada vez que soplaba el viento. Sin em­bargo, cuando se trataba de cocinar, se veía poseída por la mujer más feliz y determinante del mundo.
—Venga, Félix, ayúdame a llevar las cosas al coche —dijo, pasándole cajas con todo el arsenal—. Ponlas en la entrada. Hay galletas de limón, magdalenas de manzana con canela, bombo­nes rellenos... —Se paró un segundo para observar a su hijo, que salía de la cocina—. ¿La camisa es nueva? Qué guapo estás.
Félix nunca se tomaba en serio ese tipo de comentarios.
—Sí, un regalo adelantado de Máximo, me la dio ayer —dijo, fingiendo una sonrisa—. Bonita, ¿eh?
—Parece muy cara —comentó distraídamente, mientras lo se­guía nerviosa hasta el vestíbulo.
—Le va muy bien en el trabajo —dijo Félix, cogiendo las llaves del coche—. ¿Tienes todo?
—A ver, sí, un momento: la comida, las velas, los libros de tu tía... —Mónica se acercó a la mirilla de la puerta y miró deteni­damente—. Perfecto, salgamos.
Félix ya se había imaginado cómo iba a ser su día, ¿qué mejor que estar prevenido ante lo que podría pasar? Iban a llegar a Al­tendorf en una hora y cuarto, el pueblo de Baja Austria en el que vivían sus tíos. Allí se pasarían la tarde riendo y contando histo­rias sobre la infancia de no sé quién. Comerían mucho, y todo es­taría delicioso. Jugarían al dedo perdido. Sus primos pequeños se lanzarían cerezas en el jardín. Su tía Katharina miraría a Mónica disimuladamente. Más de uno le preguntaría: «¿Harás una fiesta con tus amigos? Y tu novia, ¿por qué no ha venido hoy? ¿Está ya en España?». En algún momento de la tarde, su madre iría a la cocina, cogería una gran tarta de limón, encendería diecinueve velas y volvería al salón cantándole «Cumpleaños feliz».
El viaje en coche se les hizo muy corto. A Félix le gustaba conducir y los cambios de paisaje lo mantenían concentrado al volante. Mónica estaba entretenida leyendo una revista. Cuando cruzaban el bosque por la Penker Dorfstraße, una carretera estre­cha a pocos minutos de su destino, Félix intercambió las siguien­tes palabras con su madre:
—Por favor, no nombres a Idaira —dijo, sin apartar la mirada de la carretera—. Si te preguntan, di que no vino porque está enferma.
—No nombres a tu padre —respondió Mónica en voz baja.
—No tenía pensado hablar sobre ese desgraciado maltratador.
La Penker Dorfstraße dio paso al pueblo de Penk, lo que signi­ficaba que solo faltaban dos minutos para llegar hasta Altendorf, que estaba justo al lado. Este tenía menos de cuatrocientos habi­tantes y allí no había más que un par de calles y alguna taberna. Según Félix, la gente decidía irse a vivir a un lugar como aquel para disfrutar de lo que carecía la ciudad: un ritmo de vida más lento, la naturaleza y el aire puro.
Cuando estaban aparcando delante de la casa, el ruido del co­che hizo que su tío Jakob y su tía Katharina salieran a recibirlos. 
La pareja tenía la extraña habilidad de poder hacer todas las co­sas juntos, siempre mostrando su mejor sonrisa.
—¡Félix, hombre! —exclamó Jakob, abriendo la valla de ma­dera que bordeaba la casa—. ¡Cuánto tiempo!
Cómo le gustaba el tío Jakob. Sudoroso, alegre, con un mos­tacho que se movía al son de sus labios.
—Hola —lo saludó.
El plan de Félix era hablar lo menos posible.
—Mi querido sobrino... Feliz cumpleaños —dijo Katharina afectuosamente, dándole un abrazo—. Mónica, ¿te ayudo a lle­var las cosas?
—No importa, pesan mucho, ya me ayuda Félix —respondió Mónica con voz neutra.
Félix abrió el maletero.
—Félix, cariño —le dijo Katharina con una acusada sonri­sa—. ¿Por qué no ayudas a tu tío a encender el fuego de la barba­coa? Lleva una eternidad intentándolo.
—¡Uf, muchacho, no veas! —soltó Jakob—. Vamos, que he dejado a Luisa a cargo y no me fío ni un pelo. —Jakob se giró y empezó a caminar en dirección al jardín, haciéndole señas a Félix—. ¡Con esta niña nunca se sabe!
—Voy.
En cuanto Félix se fue, Mónica le lanzó una mirada fulminan­te a su hermana.
—Has esperado bien poco —dijo Mónica.
—Vamos, no te puedo preguntar delante de todos —susurró Katharina—, y por teléfono no me cuentas nada. Sabes que solo me preocupo por ti.
Parecía que Katharina llevaba semanas esperando ese mo­mento. 
—Estoy bien, te lo digo siempre y te lo digo ahora —zanjó.
(«¿Hace cuantos meses que no hablas con él? ¿Ya terminaste con el psicólogo? ¿Todavía te paga la manutención? ¿Sabes algo nuevo de la susodicha? ¿Habla el niño mucho sobre Óliver? ¿Ha llamado por su cumpleaños?»).
El jardín, que se encontraba en la parte trasera de la casa, era excepcionalmente bonito. Estaba rodeado por arbustos bien cor­tados, acompañados por rosales. Tenía un cerezo enorme, a rebo­sar de frutas durante el verano, cuya rama más robusta estaba de­corada con un columpio. La piscina, en una esquina, complacía el sueño de cualquier persona que quisiera tener un pequeño mar al alcance. Y la barbacoa, entre dos mesas y muchas sillas, era lo que mantenía a Félix ocupado en ese instante.
A Félix le encantaba el fuego, no era un secreto para nadie. ¿Encender cerillas durante horas por aburrimiento? Sí, por qué no. Para él, lo mejor era encender una cerilla y acercar lenta­mente otra cerilla hasta que... «PUFFF», un instante de magia. Después, había que dejar las cerillas unidas, hasta que se formase un pequeño fuego, y luego había que separarlas lentamente, para que una cabeza negra y consumida se quedase pegada a la otra.
Lo más importante era olerlo todo.
—Qué rápido lo has conseguido —dijo Luisa con sorpresa, mientras movía las brasas con un palo—. ¿Ya está listo?
—Sí.
—Pues déjame cocinar, que tú siempre quemas los pimientos —repuso Luisa.
—Solo los quemé el año pasado —le aclaró Félix, mirándola divertido.
—Pues eso.
Félix se dirigió al columpio, donde estaba su primo Thomas. Él sonreía al aire y daba un pequeño grito de alegría cada vez que ascendía, mientras sus rizos rubios se estiraban. A Félix le gus­taba que Thomas todavía se emocionase por cosas tan simples como esas, porque había visto por ahí que muchos niños de siete años se pasaban el día viendo vídeos en el YouTube y jugando a videojuegos. No es que a él le importase exageradamente, al fin y al cabo, no eran sus hijos, pero en ocasiones no podía evi­tar convertirse mentalmente en un octogenario y decir para sus adentros: «¡Esto en mis tiempos no pasaba!».
—Qué alto Thomas, ¡vas a hacer un récord mundial! —excla­mó Félix sonriendo.
—¡Félix, ayúdame! —le pidió Thomas, parándose con los ta­lones—. ¡Empújame lo más fuerte que puedas!
—¿Para qué? —preguntó Félix extrañado, agarrando las cuer­das—. Si ya vas superrápido, como un superhéroe.
—Quiero coger esas cerezas de ahí —dijo con énfasis, seña­lando un puñado que se encontraba a gran altura.
Félix miró las cerezas con desconfianza, preguntándose por qué un niño tendría una idea como esa. Después desvió la mirada al suelo, repleto de cerezas caídas y al alcance de la mano.
—Pero si esto está lleno —le explicó, recogiendo un par del suelo. Acto seguido, se metió una en la boca—. ¿Ves? Están muy buenas.
—Seguro que Martin las ha chupado todas —dijo Thomas, mirando a Félix con asco—. Él siempre chupa todo lo que quiero.
—Qué dices —dijo sonriendo nervioso—, tu hermano es de­masiado listo como para hacer algo así.
—¡¿Tú tampoco me crees?! —exclamó Thomas, alzando las manos—. Ayer chupó el mando de la tele para que no cambiase de canal, antes de ayer chupó el pomo de la puerta del baño... ¡Y lo peor! —dijo furioso, levantando la voz—. Hace una se­mana chupó todos mis lápices y, desde entonces, no pinto nada. ¡NADA! 
Katharina, que estaba sentada en una mesa charlando con Mó­nica, le dirigió una mirada desafiante.
—¡No digas mentiras sobre tu hermano! —gritó autoritaria.
Félix vio como a su primo se le humedecían los ojos, aguan­tándose el berrinche. El pobre le daba mucha pena. Quizás era verdad que Martin hacía esas cosas. A fin de cuentas, ¿qué se podía esperar de un niño de seis años? Pero claro, no era un niño cualquiera. Era Martin, el que sabía leer desde los tres años, el que podía multiplicar y dividir con tres y medio, el que con cua­tro escribió su primer relato corto. Félix conocía todas sus pre­coces hazañas, porque era un tema que nunca pasaba de moda entre sus familiares («¿Sabías que Martin ya se sabe los nombres de los ríos más importantes del mundo? ¿Sabías que se sabe el mapa del metro de Viena de memoria? ¡Mi niño empezó a tocar el violín hace una semana y ya casi no desafina!»).
Sobre Thomas, Félix sabía que su cumpleaños era algún día de febrero y que era alérgico a los cacahuetes, porque una vez le dio un puñado y casi lo mata.
—Vamos Thomas —le susurró Félix, acercándose a su cabeza cabizbaja—, te empujo hasta las cerezas. Si todavía no se han caído es porque seguro que saben mejor de lo normal y están esperando a que tú las cojas.
Thomas se rio ligeramente.
—Las pipas se las tiraré al bobo de Martin.
La comida, como era de esperar, estaba riquísima. Félix dis­frutaba comiendo salchichas, costillas, chuletas... Sin embargo, cada vez que dirigía la vista hacia el plato de su prima Luisa, con pimientos rellenos de queso y verdura salteada, se le acumulaba un sentimiento parecido al remordimiento. En la universidad te­nía muchos compañeros que eran vegetarianos... Se estaba pre­parando para ser veterinario, era bastante lógico no comer carne, ¿no? 
La voz aguda de Martin lo sacó de su mirada ensimismada.
—¿Dónde está tu novia? —preguntó con interés, mirándolo con sus ojos verdes—. ¿Por qué no ha venido?
La pregunta le pilló totalmente por sorpresa. Normalmente a Martin no le importaba lo que pasaba a su alrededor.
—¿Por qué te importa? —respondió Félix molesto—. No vino porque no podía.
—Me importa porque mi madre me dijo que estudiaba Medi­cina —puntualizó— y quería hacerle algunas preguntas relacio­nadas con su campo.
—Sí, bien por ti —dijo sin ganas, esquivando la mirada.
—¿Por qué no pudo venir? —siguió.
Mónica, que advertía el peligro, dejó su charla con Katharina y cambió de tema en un intento de ayudar a su hijo.
—Chicos, ¿qué os parece si jugamos al dedo perdido? —pro­puso en voz alta, mirando a todos los presentes.
—¡Sí!
—¿Ya?
—¿No podemos jugar a otra cosa un poco menos infantil?
—¡Sí, vamos!
Jakob, a quien la proposición le había pillado con un peda­zo de carne en la boca, asentía efusivamente, mientras masti­caba con los ojos muy abiertos. Ese era su juego, el juego del tío Jakob. Durante su juventud, el hombre había perdido el dedo índice de la mano izquierda en algún accidente, y se negaba ro­tundamente a revelar lo que había pasado. Le daba vergüenza, según sus palabras. Todos sus familiares y conocidos, de vez en cuando, le hacían preguntas discretamente con la esperanza de sonsacarle alguna pista, pero nada: Jakob siempre estaba alerta y ni estando borracho funcionaba. Él tenía la teoría de que, si nadie lo sabía, su juego era muchísimo más divertido. ¡Además!, estaba coleccionando las mejores aportaciones en una libreta que era, tras su familia, su mayor tesoro.
Nada más terminar el bocado, Jakob empezó a cantar:
He perdido el dedo,
me falta un buen cacho.
No me acuerdo dónde,
estaba algo borracho.
¿Cómo pasó?, ¿cómo pasó?
Yo quiero saber más.
¿Me lo corté? ¿Se me quemó?
¡Alguna respuesta tendrás!
—¡Sí! —exclamó Thomas eufórico—. ¡Empiezo yo!, ¡empie­zo yo!
Todos lo miraron con atención.
—A ver, papi... —dijo, poniendo cara de pensativo— per­dió el dedo porque un día estaba luchando con un monstruo tan grande como un elefante... Y papi era muy pequeño y no sabía cómo vencerlo... Y entonces corrió y corrió y pegó un salto en las rodillas del monstruo y llegó a su cara... Entonces papi, para despistarlo, le metió la mano mala en la boca, ¡que tenía dientes de tiburón! Y con la otra mano ¡PAM!, le pegó un puñetazo en el ojo hasta dejarlo K.O. Y así perdió el dedo.
Jakob aplaudió ruidosamente, mientras los demás se reían.
—¡Muy buena, Thomas! —le dijo orgulloso.
—¿Pondrás la historia en tu libreta? —preguntó inseguro.
Jakob sabía lo que significaba hacer que Thomas se sintiese importante.
—Claro que sí, ¡es de las mejores! —Sacó su móvil—. Ahora la apunto en una nota. 
—Es de las mejores —repitió Félix, dándole un ligero apretón en el hombro.
—Sí, sí... —dijo Martin, girando la cabeza hacia su madre y poniendo los ojos en blanco—. ¡Me toca!
Katharina lo miró embelesada.
—A ver, qué tal... si papá perdió el dedo porque un día estaba clavando un clavo y se lo martilleó sin querer.
El silencio duró un segundo.
—¡Muy bien, mi amor! —dijo Katharina sonriendo.
—Sí, muy realista —añadió Luisa, asintiendo con los ojos muy abiertos.
—No es nada diver... —farfulló Thomas, clavando el tenedor en una salchicha.
—¡Martin, muy realista, bravo! —lo cortó Jakob—. ¡Siga­mos, sigamos, Luisa!
Luisa se enderezó y frunció los labios, con la mirada perdi­da. A Félix no le sorprendía que ella tuviese que pensar tanto su historia, puesto que siempre tenía que incluir algún animal, un instrumento musical y un palo. Con los años se le acababan las ideas.
—Sí, ya lo tengo —dijo convencida—. Papá perdió el dedo porque un día como hoy, soleado, estaba tocando el piano de cola en casa, tan feliz... De repente, empezaron a sonar notas que él no estaba tocando, y se pensó que el piano estaba em­brujado. Entonces, cogió el primer palo que vio y se acercó al piano sigilosamente... Abrió la tapa... ¡Y había un erizo! Papá, asustado, intentó echar al erizo con el palo, pero el animal, que era rapidísimo, chocó fuertemente contra el soporte de la tapa y se pudo ver casi a cámara lenta cómo esta caía sobre el dedo de papá, haciéndolo pedacitos.
El juego se alargó tres rondas.
Sobre las cinco de la tarde, tras terminar de recoger los platos y la comida del jardín, llegó la hora de los postres en el salón. La verdad es que era un sitio acogedor, con su chimenea, moqueta, sofás... Félix pensaba que sin duda era un lugar ideal para pasar los días fríos de invierno, acompañado por una mujer y algunos hijos...
«No pienses en ella, deja de pensar —se dijo a sí mismo—. Lo estás haciendo bien, disfruta del día».
A pesar de que ya todos estaban llenísimos, ¿quién le iba a decir que no a un postre de Mónica? Estaban exquisitos, recetas mejoradas que llevaban al cielo incluso al escéptico de Martin. Estos tenían que acompañarse con un café largo con leche ente­ra o con un té muy caliente, para que toda la experiencia fuera perfecta.
Thomas, Luisa y Félix se pusieron a jugar a las cartas en la moqueta, mientras los demás comían y charlaban en la mesa.
—Tira, Félix —dijo Luisa concentrada—, te toca.
Félix, mirando a sus primos con malicia, tiró con ímpetu su carta ganadora.
—Eso no vale —se quejó Thomas—. ¡Estás haciendo tram­pas!
—No —respondió Félix sin alterarse.
—Thomas, es normal que nos gane —le explicó Luisa—, él es mucho mayor que nosotros...
—Pero si tú eres más alta que él —refunfuñó.
Luisa era tan alta, que algunos niños la llamaban «la jirafa». Con dieciséis años y un metro ochenta, evitaba todo tipo de ac­tividades que pudiesen causarle crecer más. ¿Escalar? No, hay que estirar demasiado los brazos. ¿Baloncesto? Ni de broma. Alexander, el chico que le gustaba, medía un metro setenta y cinco. Con suerte, en un par de años, él la sobrepasaría y se fijaría en ella...
—Eso es irrelevante —contestó con frialdad, barajando las cartas.
—Es suerte —suspiró Félix—. ¿No sabías que los feos tienen más suerte de lo normal?
—Ah, ¿sí? —Thomas lo miró sorprendido.
—Tú no eres feo —dijo Luisa.
Félix arqueó una ceja.
—A ver, lo que pasa es que no te arreglas —se apresuró a añadir—. Si te cortaras un poco el pelo, así, moderno... Un poco más largo por delante que a los lados... —Luisa acompañaba su explicación moviendo las manos sobre su propia cabeza—. Pero vamos, ya no tienes granos, tu nariz es recta, tus dientes también...
Cuando Félix se miraba al espejo solo veía a un rubio pálido, con los párpados caídos y cinco kilos de más. Muchos días se imaginaba que se levantaba e iba al gimnasio para hacer ejercicio hasta reventar. En unas semanas, adelgazaría lo suficiente como para empezar a trabajar con pesas y moldear su figura. Según sus cálculos, en seis meses tendría su cuerpo de revista, no era tanto tiempo... Pero claro, Félix tenía que estudiar para la universidad, tenía que dar clases particulares, tenía que buscar tiempo para estar con su novia...
«Exnovia —pensó alicaído—. Me dijo claramente que no quería saber nada de mí...».
—¡Cumpleaños feliz...!
Félix se vio sorprendido por su madre, cantando y llevando una gran tarta repleta de velas. Se levantó de la moqueta y Jakob empezó a tocar el acordeón.
—¡Cumpleaños feliz...! —cantaron todos a la vez—. ¡Te de­seamos, Félix, cumpleaños feliz!
Todos prorrumpieron en aplausos mientras Felix sonreía me­lancólicamente. Sopló las velas cerrando los ojos. 
Había sido un buen día. Félix había recibido algunos regalos, a destacar un bonito ukelele negro de parte de su tío («así podrás llevar un pequeño instrumento a todas partes»). La verdad es que era una buena idea, porque, siendo sincero, a Félix le daba pere­za cargar con el peso y el espacio de su guitarra cada vez que su acompañamiento era requerido en alguna fiesta.
De noche, bajo el cielo estrellado y rodeados por el sonido de los grillos, Félix y Mónica se despidieron de los únicos familia­res con los que todavía mantenían el contacto.
—Gracias por todo —dijo Mónica afectuosamente.
—De nada —respondió Katharina—. Te llamo la próxima se­mana, ¿sí? —Katharina se dirigió a Félix—. Mi querido sobrino, espero que lo hayas pasado bien.
—Sí —dijo Félix, mientras se acercaba para darle un abrazo de despedida.
—¡Muchacho, tenemos que vernos más! —farfulló Jakob riéndose, con la voz afectada por el alcohol.
—Claro que sí.
—¡Adiós, Félix! —gritó Thomas desde la ventana del salón, despidiéndose con la mano.
Félix y Mónica se subieron al coche, con buenos recuerdos en la memoria. Mónica parecía mucho más tranquila que por la mañana.
—No ha estado mal, ¿no? —dijo Mónica convencida—. A ve­ces me estresa, pero sé que tu tía se preocupa por mí.
—Claro que se preocupa, es normal —respondió Félix, arran­cando el coche—. Yo también lo hago.
La verdad es que Mónica había mejorado muchísimo durante el último año. Había estado dos meses sin salir de casa, aterrada, pensando que su exmarido podría llegar en cualquier momento para cualquier cosa («¿Querrá dinero? ¿Querrá pegarme? ¿Que­rrá llevarse al niño?»). Con el tiempo recuperó su pasión por la cocina y, desde entonces, se concentraba día a día en darle a Félix una madre más estable, más fuerte y más feliz.
Félix salió del pueblo con precaución, porque no le gustaba conducir en la oscuridad. Qué ganas tenía de llegar a casa para encerrarse en su cuarto, ver alguna serie corta y dormirse. Su ma­dre, con los ojos cerrados, descansaba posando la cabeza contra el cristal.
Entraron al bosque por la Penker Dorfstraße y la noche se los tragó en un instante. La única fuente de luz eran los faros del coche, que guiaban a Félix por la carretera. Él, concentrado, conducía con determinación...
Una sensación horrible le sacudió todo el cuerpo. Frío, calor. Se le erizaron los pelos y cerró la boca para no vomitar, mientras giraba el volante y apretaba el freno con fuerza.
Desde algún lugar remoto, dentro de su cabeza, escuchaba unos gritos...
«¡AYUDA! —Félix estaba en shock, temblando—. ¡AYUDA, POR FAVOR!».
Mónica se había despertado con el frenazo.
—Dios mío, ¡qué te pasa! —exclamó Mónica, mirándolo asustada.
«RÁPIDO, ME MUERO».
—¡MAMÁ! —chilló Félix muy nervioso.
«¡NO PUEDO RESPIRAR!».
Mónica estaba muy confusa. Félix parecía estar a punto de colapsar.
—No es nada... —dijo tranquila, acercando su mano para acariciarle la cara—. ¿Atropellaste algún conejo?
Félix le apartó la cara con un abrupto movimiento y salió del coche aturdido.
—¡Qué haces! —exclamó Mónica. 
«¡SIGUE MI VOZ, ESTOY AQUÍ!».
Félix abrió el maletero y sacó una linterna, que encendió con sus manos temblorosas. Estaba muerto de miedo, pero alguien necesitaba su ayuda, se estaba muriendo...
—¡DÓNDE ESTÁS! —bramó Félix al viento.
«¡AYUDA...!».
Félix se adentró en el bosque corriendo, sorteando ramas y árboles que aparecían de la nada. Los latidos de su corazón le retumbaban por todo el cuerpo, haciendo que estuviese especial­mente alerta.
«Por favor, aquí...».
La voz que sonaba en su cabeza parecía que estaba bastante cerca. Félix se paró un segundo para tomar aire y escuchar.
«Adi...».
El susurro venía de su izquierda. Félix cogió fuerzas y corrió lo más rápido que pudo.
—¡YA VOY, AGUANTA!
De repente, su mirada advirtió un bulto mal enterrado en el suelo. ¿Una caja? ¿Una bolsa? Félix se acercó rápidamente, se puso de rodillas y desgarró con todas sus fuerzas la única parte de la bolsa que no estaba bajo tierra. Alumbró el interior con su linterna... Lo que vio le provocó pesadillas durante semanas.
Siete gatitos. Gatitos pequeños, de distintos colores, rígidos, fríos, con la boca abierta. Muertos.
«Gracias».
Uno, con los ojos cerrados, movía el hocico de manera agita­da. 

lunes, 25 de febrero de 2019

Invierno

El invierno no me gusta, eso lo sabe todo el mundo.
Me hace sentir como la princesa de la más alta torre.
Sin poder salir.
Porque hace frío.
Porque llueve.
Porque nieva.
Porque hace viento.
Porque está oscuro.
Y mil cosas más que me invento.

martes, 19 de febrero de 2019

Perdido

Que nadie me pregunte por qué, pero tengo que salir de casa todos los días, aunque sea diez minutos.

martes, 25 de diciembre de 2018

Candela

Candela, Candela,
tu cola se mueve al son de una vela,
Candela,
tus colores son un cuadro,
de acuarela.

martes, 4 de abril de 2017

Dejar

A  veces me pregunto por qué dejo de escribir,
a veces ni me lo pregunto y paso olímpicamente,
luego me da pereza y escribo alguna chorrada como esta,
para decirme que no lo he dejado,
que sigo aquí
sigo allí
justo donde me dejaste

lunes, 10 de octubre de 2016

El Diablo

El Diablo que llevamos dentro,
que no es sólo uno,
a veces se separa,
y se cuelga al cuello,
de otra persona.